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Hoy mis palabras van por todas las mujeres que lloraron a la vera de los Budas de Bāmiyān. Ellas miraban mudas, porque les habían prohibido hablar; más sus miradas aún poseían valor para alzar la voz y luchar. Ahora no quedan ni los restos, solo hay vacío, negro e imperecedero, cuenca y yermo. Los vecinos prefirieron ignorarlo y quedarse tuertos. Estas mujeres, en cambio, que al Lucifer Atila ya llevaban tiempo enfrentando, se erigieron como nuevas estatuas, siempre dispuestas a morir, por la libertad que todos necesitaban. Ya llevaban tiempo, sufriendo lapidaciones, vejaciones y consumiendo sus vidas en jaulas de gallinas, recibiendo mil maltratos, mil deshonras y mil escupitajos. Ellas conocían mejor que nadie que no hay velo capaz de tapar la inhumanidad y desvergüenza de los que arrasan, mutilan, queman, degollan... Y sin embargo, ellas eran las que tenían que ir tapadas. Y ellos, se vanagloriaban y se jactaban por creer tenerlas dominadas, por hacerse maestros en torturar sus almas. Las guerras son un enorme infinito de oscuridad. No entienden de espacio ni tiempo, ni de leyes ni de cuerpos. Hoy mis palabras van por todas aquellas mujeres que sufren la sombra del asesino talibán, y que aún así, tienen la suficiente voluntad para no cesar en la batalla por la dignidad. |